Tres días y una vida -2016- Pierre Lemaitre
Un título prometedor. Acontece breve, con la fuerza del relámpago, y se desparrama, propagación aceitosa, hacia toda una existencia. Todos sabemos de alguna vivencia como esta.
Los cimientos aparentaban la firmeza necesaria, el mortero lucía apropiado, las piedras se ajustaban… Pero el muro no tenía solidez.
Tampoco goza de solidez esta novela de Pierre Lemaitre. Aunque sí posee algunos méritos, que debemos valorar.
Un texto articulado alrededor de tres años, 1999, 2011 y 2015, que encabezan cada una de las tres partes en que se divide.
Casi la totalidad de la acción tiene lugar en Beauval, un pequeño pueblo localizado en una región cubierta de bosques. Uno de ellos, Saint-Eustache, será testigo de un crimen tan horrible como inopinado.
Dos fuerzas opuestas chocaron en aquel día de finales de diciembre de 1999; la candidez infantil junto a la fragilidad de un niño y una ira inconcebible, hasta irreal en una edad temprana; desasosegante.
Antoine tiene doce años, las relaciones con los otros chicos del pueblo se entrecortan. Quizás, el divorcio, algo traumático, de sus padres lo ha hecho frágil, hermético, con cierta tendencia a lo desproporcional. Adora a Ulises, el perro de sus vecinos. Su madre no quiere tener animales en casa y él se vuelca en el animal que vive al lado. Un coche, que se da a la fuga, deja a Ulises malherido y su dueño no piensa en llevarlo al veterinario, sino que usa su escopeta para acabar con su vida. El niño lo ha visto todo y una bola de fuego lo ahoga por dentro, pero en casa calla y sufre.
Una reacción desmesurada lo empujará a vengar la muerte del animal. Y la culpa le horada ya siempre.
En una de las partes más brillante de un relato, Antoine lucha contra el gigante del remordimiento que se arroja sobre él. Somatiza el pesar, se revuelca en el dolor. Imagina la liberación del castigo merecido, pero de momento no llega.
La úlcera que se le ha abierto saltará de las páginas de la novela y nos alcanzará a los lectores.
Ha desaparecido un vecino, el pueblo reacciona. Consigue muy bien el autor reproducir el ambiente en Beauval, tras unos hechos desestabilizantes dentro de esta pequeña comunidad donde todos se conocen. Aparecen comentarios y reacciones sin demasiado fuste, se sigue el código del buen vecino, del mejor ciudadano. La policía hace lo que corresponde, hay detenciones infructuosas. Todos están pendientes, pero quizás no demasiado atribulados; esta vez la desgracia cayó más allá de mi minúsculo territorio.
“En los comercios, donde la gente intercambiaba noticias, predominaba el pesimismo. Y una furia un tanto confusa, que tan pronto se manifestaba contra la gendarmería como contra el ayuntamiento. Porque, desde luego, los gendarmes se habían tomado su tiempo antes de interesarse por la desaparición, ¿no?”
Lemaitre se revela demasiado obvio, cuando muestra las televisiones que corren de acá para allá buscando el espectáculo con imágenes previsibles, repetitivas.
“Un cámara filmó a una multitud de personas deseosas de mostrarse disciplinadas, participativas y responsables. La periodista tenía dónde elegir, todo el mundo quería decir algo. Una mujer a la que Antoine no había visto en su vida explicó lo conmocionada que estaba; apretaba los puños […].” Cualquiera diría que era la mayor agraviada. Deseamos ser protagonistas, lo necesitamos. La cámara la dejó sola con su desgarro, había oteado una presa más atractiva.
La vida sigue para los residentes en Beauval. Se ocultan emociones amorosas, sentimientos de inquina se asientan como si fueran de hormigón.
“El peligro de la furia colectiva no podía descartarse, porque todos, sin duda por motivos diversos, se sentían víctimas de una injusticia y veían en aquella circunstancia la ocasión de expresarlo”.
Casi todos los personajes están desdibujados, apenas unas líneas -insuficientes-, Lemaitre solo los esboza. Desde el punto de vista creativo, la madre de Antoine tiene algo más de entidad, como su hijo.
Los vecinos parecen haber dejado atrás los problemas de empleo que hasta hacía poco era la mayor preocupación del pueblo. Un nuevo evento arrolla a otro y lo hace desaparecer, aunque no del todo.
“Quejarse del ayuntamiento era quejarse del alcalde, o sea, del dueño de la fábrica Weiser. En aquella confusa irritación se percibía la animosidad que el miedo al desempleo había sembrado en la comunidad hacía mucho tiempo y que, a falta de poder expresarse abiertamente, buscaba desahogo en aquel acontecimiento.”
El texto se va sembrando con detalles ocurrentes, que tanto al final del libro, como en su desarrollo nos harán sentir cierta sorpresa, mezclada con la sonrisa del que ha acertado en sus predicciones del desenlace.
Un círculo hecho de agobio se va cerrando alrededor del culpable. De pronto un giro inaudito hace que la narración acabe hecha añicos. Cuando parecía que se habían cerrado todas las salidas, de nuevo sale el sol para el responsable, que quizás hubiera preferido que todo acabara.
Han pasado 11 años. El tiempo ha ido marcando nuevas pautas. El autor va completando la obra con pequeños momentos de vida, es como si rellenara agujeros en un muro de piedra.
Hasta que damos contra otro nuevo giro, un hecho mínimo -irrisorio incluso-, pero de un gran efectismo, que se convierte en el paso hacia la tercera parte.
Lemaitre más que una novela de suspense, ha escrito un relato sobre las personas, juguetitos del destino.