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Ordesa, Manuel Vilas, novela

Ordesa (2018) — Manuel Vilas

Cierro Ordesa. Ahora creo que es el momento de leer algunas críticas: ha gustado, no se puede negar.

“Impresionante. Divertido. Hondísimo. Extraordinario. ¿Qué más? Ah, sí. Un libro 10.” El libro no te deja indiferente, pero quizás esta crítica de Ramón Rozas (http://elplacerdelalectura.com) es algo excesiva. Se deja arrastrar un poco por la euforia, cuando dice “divertido”: el libro no me lo parece, quizás algún pasaje te haga sonreír, pero la verdad es que no veo mucha alegría.

“Ordesa es un libro lleno de clemencia hacia los desamparados de la Historia, los hombres comunes. […] Es un libro extraordinario.” Carlos Pardo, Babelia.

“Uno de los libros más bellos y emocionantes jamás leídos. Lo digo con los ojos humedecidos y la piel aún erizada.” Miguel Ángel Hernández.

Es difícil no percibir cierto contagio en el entusiasmo. ¿No?

También hay alguna opinión negativa: “[…] Bueno, si uno ha leído todas esas críticas inflamadas y ha leído esos tweets con menciones a pasajes del libro (uno en concreto fue el que hizo que me decidiera a leerlo) como si Ordesa fuera EL PUTO FUTURO DE LA NARRATIVA, lo de desazón puede que se quede corto. Hablemos de decepción, hablemos de engañifa, hablemos de cabreo, de un cabreo de dimensiones considerables.” (http://unlibroaldia.blogspot.com)

Manuel Vilas se sacude el pudor y entra en su pasado: en la familia que componía junto a su hermano y sus padres; y en la que ha compuesto él después, con un divorcio de por medio. ¿No es curioso que no diga nada de su ex esposa? Tampoco dice demasiado de su hermano ni de sus hijos. Todos ellos parecen estar a cubierto de la desinhibición a la que desafía cuando la historia se refiere a él mismo o a sus padres, ya fallecidos. La rebelión contra el pudor es nueva en literatura, eso asegura Vilas en un artículo (El País, Babelia, 14 de abril del 2018). Se refiere a una generación de escritores que han burlado el pudor. Él entraría dentro de ese grupo. En este artículo asegura que al escribir Ordesa quería “mostrar la impúdica poesía de los desfavorecidos de la historia de España”. Yo pienso, sin embargo, que sus padres no fueron demasiado desfavorecidos, en lo que se refiere a la economía doméstica. Aunque quizás bajo ese término él englobe a los que no tuvieron acceso a la cultura, a diferencia de lo que sucedería con sus hijos, y es su caso, como el de muchos españoles de su generación. En su casa se disfrutó de televisión, coche, vacaciones, salidas a cenar…, no eran entonces tan escasos sus recursos económicos. En algún momento dice: Nunca decimos toda la verdad, porque si la dijéramos romperíamos el universo, que funciona a través de lo razonable, de lo soportable.  Aquí quizás está la clave de lo que calla. No es bueno recordarlo todo: El olvido juega a favor de todas las acciones humanas, tanto de las buenas como de las malas. 

Este libro no es autoficción, según asegura Vilas en diversas entrevistas. Pero esto es discutible, sobre todo porque ese término es algo ambiguo. Desde luego el eje de la novela es el yo. Eso ya lo situaría en esa franja genérica. En realidad no creo que esto sea muy relevante. Lo que yo dudo es que ese yo cobije al propio escritor. Juega un poco con nosotros, nos quiere hacer creer que se trata de la familia de Manuel Vilas, escritor nacido en Barbastro en 1962, pero en realidad es la familia del personaje que él ha creado. Hay mucho del novelista en este personaje, sin duda, pero esto es habitual en la literatura, puede ser que más ahora que en otros periodos. Son dos verdades distintas, pero las dos son verdades: la del libro y la de la vida. Y juntas fundan una mentira. El narrador no es él mismo, es su criatura, un tal Manolito. Este cuenta en primera persona, tras la muerte de su madre -que le hace revivir el fallecimiento de su padre unos años antes-, su vida con ellos y su presente. El personaje se desnuda y los desnuda a ellos dos.

Tengo la impresión de estar cerca de algo que se asemeja al monólogo interior. De ahí que no haya una continuidad temporal –que sería más propio de la autobiografía-, cada situación surge desordenada, impulsada en cada momento por el recuerdo, que llega a nosotros sin un orden concreto. Un monólogo interior que puede resultar una confesión, una catarsis, un ajuste de cuentas con su pasado y con él mismo. Es difícil saberlo; además no importa tanto la raíz, importa más el resultado. Quizás podría ayudar a algún lector a enfrentarse con preguntas que nunca se hizo o que nunca quiso hacer.

A la vez retrata al país. En cierto modo es una novela costumbrista, sociológica.  Retrata el ayer de su familia, y de muchas familias; junto al suyo propio. Dibuja también su presente y el de muchos lectores. Quizás sea ese un factor que ha contribuido a su éxito. Al hablar de un amigo de la familia, que era soltero, reconoce que era una España en la que los que no estaban casados no estaban preparados para vivir solos: era una sociedad que tenía unos caminos muy definidos, nadie podía salirse de ellos. Ahora sí puede desenvolverse un hombre solo, como lo hace él: disfruta con su fregona, al fregar triunfa sobre la suciedad y el polvo. Esto me hace pensar en que cuando se ordena lo exterior,  sentimos una satisfacción, que no hallamos cuando nos vemos incapaces de organizar nuestro interior.   

Alude en otro momento a la relación con la enfermedad y con los médicos: Mientras los médicos cobraban su nómina mensual, mi padre se moría. La frase me resulta enigmática, pero quizás quiso decir que hubo buena praxis sanitaria – que hace al facultativo merecedor de un sueldo-, pero ¿faltó trato humano? No sé, a lo mejor hago una interpretación mediatizada por alguna experiencia personal.

Expone su experiencia como profesor de Lengua: Eran chavales de catorce años a quienes no quería nadie; chavales a quienes el Estado había derivado a supuestos estudios profesionales, la famosa FP. (…) Me pasaba el día explicando la tilde diacrítica. Lo entiendo.

Era el país de los nuevos electrodomésticos, con la televisión a la cabeza. El utilitario que era uno más en la familia. Aquella España de los que nacieron entre finales de los cincuenta y los sesenta, y también la de sus abuelos: En esos ojos de mi abuela van siglos de campesinado español, de manos fatigadas, de olor a sudor, de afeitados deficientes, de calor maldito en los veranos, de los animales respirando al lado de tu boca, de curas diciendo misa, de más curas diciendo más misa. 

Retrata una España cainita cuando escribe: Ese es el misterio de España […]: ver caer a la gente, eso nos pone a mil. Una visión catastrófica del mundo, lo dice él mismo. Señala la codicia como causa del capitalismo y se detiene en la corrupción española actual.

Me gusta cuando leo: El pasado son muebles, pasillos, casas, pisos, cocinas, camas, alfombras, camisas. Camisas que se pusieron los muertos. Y tardes, son las tardes, especialmente las tardes de domingo, donde se produce una suspensión de la actividad humana; y la naturaleza, que es elemental, regresa a nuestros ojos, y vemos el aire, la brisa, las horas vacías. Participo de esto cuando siento que algunos de mis recuerdos están unidos a objetos: una prenda de vestir, cuando la lavadora entró en nuestra casa, aquel sillón, la primera televisión, un patio de juegos,... Me ha calado al referirse a la cocina, el reino y la prisión de su madre, y de la de muchas: Si acaricio mi cocina, acaricio el alma de mi madre. 

La pérdida de los padres, el paso de un tiempo que no volverá, aquellos secretos que se llevaron nuestros muertos constituyen un tema cercano para el lector, pero en mi caso el lenguaje ha supuesto un obstáculo por las imágenes que crea Vilas. Me produce cierto desconcierto todo ese artificio literario: Parecía su garganta el nido de millones de pájaros amarillos, quebrantando las paredes del aire.  Mi corazón parece un árbol negro lleno de pájaros amarillos que chillan y taladran mi carne como en un martirio. 

¿No hay exceso de mí mismo en la novela? ¿No es un exhibicionista lleno de negatividad? Es desolador verlo moverse por el mundo, como un albatros cuyas alas le impiden caminar.

La solemne nada histórica en que vivimos papá, tú y yo. Así termina el relato.

Cuando un escritor pone punto y final a un libro, ya es de los lectores, que lo recrean con lo más extenso de sus vidas. Yo he leído mi propia Ordesa.

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