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Azul de medianoche, Simone Van del Vlugt, novela, comentarios

Azul de medianoche (2020) - Simone Van der Vlugt

Cuando  las horas se te hacen demasiado largas, cuando unas inquietas circunstancias las deslizan con morosidad; leer ciertas obras te puede aliviar. Es el caso de Azul de medianoche. Aunque en un libro siempre te quedan espacios  en los que ahondar.

Sin duda tu desasosiego permanece, se filtra entre las páginas mientras las recorres, pero tu desazón se acalla, merma, incluso, en muchos momentos, porque vives en las historias de otros.

Esta novela baña su trama en el siglo XVII holandés, su siglo de oro, pero la inmersión es liviana.  Es como si Simone Van der Vlugt fuera una pintora y realizara solo un sencillo croquis de los hechos y del contexto. No se adentra con sus pinceles en los pliegues, no insiste en los efectos de la luz sobre los objetos, no innova, no analiza las formas. Se deja arrastrar por algo fácil.

Simone Van der Vlugt no ahonda demasiado en la cotidianeidad del momento, ni en su historia; pero mantiene nuestro interés con ese dibujo rápido de las vivencias de Catrijn, una mujer que arrastra el duro fardo de la culpa.

En primera persona esta joven viuda, de escasos recursos, nos relata cómo salió de su pueblo, dejando atrás demasiados recelos entre sus vecinos.

“Ha pasado ya una semana desde el funeral y yo sigo sintiendo sobre todo alivio. Sé que no tiene justificación, que debería estar de duelo, pero eso es imposible.”

Este es el comienzo, el difunto es su marido. Los contornos se irán delimitando según avancemos en la lectura, como en esa imagen amenazante de la ciudad.

“En la lejanía se vislumbran las torres y las murallas de Alkmaar. Y también el patíbulo.”

Abandona su pueblo natal, Rijp, a la búsqueda de nuevas sendas vitales, que desde pequeña estuvo anhelando. Todo tipo de gabarras la mueven hacia una vida nueva en lugares distintos. Le gustaba pintar, dibujaba en muebles de madera con zumo de remolacha.

Primero sería Alkmaar, vendrá después Amsterdam, y se asentará en la ciudad de la cerámica, Delft.

¿Por qué China había perdido el impulso en el negocio de la porcelana? ¿Cómo se hizo la ciudad con el comercio de la cerámica? ¿Con qué colores trabajaban, cuáles eran los motivos decorativos, cuándo cambiaron? Todos los detalles del arte y la artesanía de la arcilla se reflejan en la novela.

Catrijn no se desalienta cuando llega a la primera ciudad y el trabajo que tenía apalabrado se deshace por el fallecimiento de su patrón. Busca y busca hasta que surge otra actividad, esta vez en Ámsterdam, más lejos de los territorios conocidos, de los terrenos fáciles.

El personaje de Catrijn va ganando fuerza, crece ante los lectores, se está haciendo a sí misma.

Una historieta de amor se clava en el centro de la trama, pretende endulzar la novela. Los detalles no varían, da igual que estemos en 1654 o 2020.

La dueña de la casa donde llega a trabajar entretiene alguna frustración con la pintura, a través de esa circunstancia la protagonista visita el taller de Rembrandt, y el artista se fija en ella, ve algo en la humilde ama de llaves. Territorio inverosímil.

En medio de esta lucha por buscar su futuro, por colmar sus deseos y por olvidar lo que pasó;  de noche le asaltan “[…] ideas que no quiero tener”.

El azul oscuro de la noche la tranquiliza. Este es el color que encierra el título, pero también el de la cerámica que la ayudará a crecer.

Viene el reencuentro con el enamorado, pero afortunadamente para la obra la relación amorosa se atempera.

Cuando Brigitta, la dueña de la casa, recibe lecciones de un importante pintor, Catrijn es testigo mudo, pero ella sabe aprovechar cualquier puntualización del artista. Va adquiriendo gran dominio de los pinceles. Contempla con admiración los jarrones de cerámica china que hay en la casa, cuyos motivos le servirán también de inspiración.

Pero: “Hola, Catrijn, ¿es que ya no me reconoces?” Se trata de Jacob, cae sobre ella el pasado que pretende olvidar y se reaviva una culpa, que arrastra a los lectores en la intriga.

Huye a Delft, tiene suerte de nuevo con el trabajo. Ahora dibuja para un fabricante de cerámica.

Pero lo que pasó rezuma cada página y se impone al lector, que lee con impaciencia.

Tiene un profesor de pintura, Carel Fabritius. Este personaje existió de verdad, discípulo de Rembrandt y maestro de Vermeer que murió en 1654, cuando explotó un polvorín en Delft.

Catrijn también sufrirá esa explosión, y de ahí surgirán nuevos caminos ficcionales, que se engrosarán con la llegada de una epidemia de peste.

La culpa sobrevuela los distintos capítulos, la desasosiega; nos desazona. ¿Va a poder Catrijn lograr la paz?

¿Existe perdón para ella? ¿Nos convencerá ese final?

 

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