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Parece destinado a ser un objeto arrinconado, pero la realidad reaviva su brillo.

Ana no -1977- Agustín Gómez Arcos

Tres derroteros se desparraman sobre la novela. Ana no, la protagonista, abandona la orilla cálida del mar para trepar hasta el norte frío. Gómez Arcos recorre los fondos oscuros de un despiadado franquismo berlanguiano. El que pasa estas páginas se mueve entre la realidad y la ensoñación, donde gobierna el subconsciente.

Su madre le contaba al autor que una mujer decidió remontar el camino hacia el norte usando la vía del tren para buscar a su hijo. El origen del texto se encuentra en esta historia asentada en la memoria de la gente.

“El título de la novela, «Ana no», que coincide con el nombre de la protagonista, puede parecer, de entrada, un tanto extraño pero se explica porque cuenta la historia de una mujer a quien no le permitieron tener una identidad”. Claro lo expresó el autor en una entrevista para la radio francesa cuando salió la novela.

Sostenía que la escribió para mantener la memoria de esos hechos, aunque  no pretendiera transmitir pesimismo, sino amor y rebeldía.

La finalizó en 1977, fue su tercera novela escrita en francés. Estuvo distinguida con varios premios y disfrutó del favor del público. Traducida a 16 idiomas, en español  tuvimos que esperar hasta 2009 para leerla.

La editorial Cabaret Voltaire debió considerar que el tema de la Guerra Civil o las fosas comunes estaba vivo aún en esa fecha, cuando la publicó.

Las nuevas guerras con sus infortunios evocan otras que se vivieron más atrás en el tiempo, como el agua que llega a la playa y remueve viejas arenas.

A Ana le arrancaron el ser cuando su marido y dos de sus tres hijos cayeron en el frente de Teruel, a la vez que el  más pequeño fue condenado a cadena perpetua.

Durante treinta años vivió hundida en sí misma: “Pequeña. Minúscula. Encorvada”.  Entonces alzó la cabeza, cerró la puerta de su casa y dejó atrás su barca y su mar. Emprendió ruta hacia el norte, siguiendo la vía del tren, en busca de su hijo y al encuentro con la muerte.

Dejaba atrás “Treinta años ya de Ana-negra.” El luto le puso el nombre en modo negativo a Anita, la niña que vivía feliz en su playa del sur; que se convirtió a los 15 años en Ana Paucha, por su hombre, por el padre de sus tres hijos.

Un norte contrapunto del sur, que la identificaba, donde nació y vivió, donde gozó del amor de Pedro y llenó tres veces aquella cuna que había mecido a todos los niños de la familia. Esa cuna que cuando no la ocupaba un recién nacido se llenaba con productos de la tierra, impregnándose con un olor que unía al suelo al que allí descansaba.

Partió solo con “un pan de aceite con almendras, anís y mucho azúcar (como un bizcocho)”, era lo último que habían amasado sus manos de madre, se lo llevaba al hijo pequeño.

Un viaje iniciático, más mítico que real. Atrás dejaba su mundo “donde tierra y mar se entrelazaban. Universo redondo en el que sus tres hijos se integraron con toda naturalidad. Como la ola en la arena.”

Durante la lenta marcha sobre traviesas evoca piezas de su ayer feliz, desgarrado por la guerra. Lento camino, doloroso, de piedras clavadas en pies envueltos en alpargatas.

“Pequeña y negra, hormiga desdibujada en la desolación de la vía. Ana Paucha va hacia su glacial destino.” Atraviesa La Mancha, reconoce los, ajenos hasta entonces, sonidos de la ciudad y sus miserias;  la Castilla condenada en poemas; se detiene en Salamanca, origen de las letras. Se adentra en territorio que no es suyo, tierra dura, “cerros pedregosos”. Piensa que “la mar es más generosa. Que mece. Que canta. Que brinda una miríada de caminos. Que, al ser misteriosa, suscita arrebatos de aventura.” Encuentra desolación, pueblos vaciados de jóvenes por la emigración hacia Europa. El paisaje también lo pintan bello a veces, solo ella –madre entregada- lo afea como un tumor maligno a los que no quieren ver la verdad.

Se percibe un eco que aún resuena hoy.

Nos mecemos entre la realidad, cruda, y lo hiperbólico – a veces más real-. Sentimos su cansancio, que apaga en cualquier abrigo; compartimos el lugar secreto donde guarda sus pocas economías, su escaso alimento junto a su aseo: “Con sus manos infantiles se rocía los pies, como si estuviera dando de beber a sedientos animalillos”.

Su viaje se llena de realidad en las quimeras que describe, los trabajos que realiza para mantenerse, los compañeros que la escoltan. Todo dibuja un país herido de resignación y miseria.

Descendemos hacia lo más profundo de la dictadura franquista calvario y tormento, pobreza y mediocridad. Ana enflaquecida, extenuada, sucia,  les viene bien como candidata a “Ponga un pobre en su mesa”, la campaña marcada de buenismo, que el régimen concibió más para exhibicionismo de poderosos que  para calma de piadosos. La misma que Berlanga tomo como azote burlesco de aquella España en Placido. En otro momento, a cambio de un bocadillo y doscientas pesetas la llevan a la muestra popular de exaltación al dictador moribundo. Madrid la recibe con hipocresías. Ella se reactiva.

Este personaje trasciende su momento concreto, se convierte en cualquier  mujer que ha padecido o padece la arbitrariedad, y que decide levantar la cabeza hacia la luz y enfrentar las sombras.

Este relato puede parecer como ese objeto, ayer imprescindible –hasta esencial-, que hoy se llena de polvo en un trastero. Pero al cogerlo te das cuenta que conserva un brillo eterno.

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